jeudi 7 novembre 2013

Última estación, última foto

a LunaSol, 

El noticiero de la tarde anuncia que en los próximos días una tormenta tropical afectará las actividades en toda la costa oriente del país. El reportaje siguiente habla del fin de una época: los viajes en tren de pasajeros por la Republica.

Al escuchar esta noticia, Luna deja el lavado de los trastes, cierra el grifo y acerca el oido a la vieja radio: "Por decreto oficial, el sistema de transporte de pasajeros por tren quedará fuera de servicio. La causa, argumentan los responsables, es la ausencia de usuarios y, por consecuencia, las grandes pérdidas del gobierno en mantener un sistema de transporte nunca modernizado", concluye el reportero.

Al final del reportage, y en menos de un parpadeo de ojos, Luna decide que será de una gran satisfacción viajar por primera, y desafortunadamente última vez, en tren en su país natal.

Luna, que tiene vastos et incontables recuerdos de viajes por tres continentes, siempre afirma que sus mejores viajes comenzaron sobre dos rieles y terminaron sobre la espalda de un camello, de un caballo o sobre dos ruedas. “El tren es sinómino de buena fortuna para empezar un viaje” afirma Luna antes de comenzar una plática sobre sus excursiones fotográficas.

Dos días después, antes que el sol se levante por completo en la ciudad, Luna termina de preparar su mochila: ropa para cinco días (o cinco meses o cinco años): maquillaje, artículos de baño, libros, cuadernos y un bolígrafo, dinero, dos cámaras fotográficas, pilas, objectivos, una computadora, una botella con té, unas manzanas, queso y un pan. Al final, antes de salir del comedor, deja un mensaje a Joaquín sobre el periódico que hacía referencía a la jubilación de las locomotoras. Arrojó unas gotas de su perfume suizo sobre las hojas y sale en silencio.

Una hora después, Luna entra por la gran puerta de la vieja estación situada en el barrio del oriente de la ciudad. Sus pasos resuenan fuertemente en la estación vacía de trenes y de pasajeros, en este último fin de semana de ese servicio.

¡Qué lástima! –se dijo Luna a si misma. -Qué lástima que a Joaquín no le guste viajar, que lastima que el gobierno se meta de rodillas a las exigencias de las compañías de autobuses.

Al llegar a la táquilla, pide un boleto para Aguadulce, pues es el tren más próximo a salir. Aunque, el paradero es  completamente desconocido para Luna, el nombre le inspira un poco de confianza.

El boletero le informa que posiblemente el trén se quedaría varado unas horas antes de cruzar un puente los Tejocotes: “Todo dependerá de las condiciones meteorológicas del momento” dijo el señor que pronto sera licenciado de su puesto.

Luna no escuchó, o no quizo escucharlo, pues tenía un viaje en mente y eso era lo único que le importaba. Asi que, Luna pagó el boleto de segunda clase en el trén que la llevaría hasta el puerto de Aguadulce.

Con su mochila roja al hombro derecho, ella camina de un extremo al otro de la antigua y vacía estación de trenes de la Capital, en la espera de la salida de su tren.

El reloj monumental de la estación marca las seis de la mañana.  Faltaba aun quince minutos para que su trén parta de la anden. Luna saca una manzana amarilla de su mochila y se sienta en un rincón donde podía tener una vista completa de la estacion.

Ella da una mordida a la manzana. Al terminar con la manzana, saca su cuaderno y escribe la primera nota de este último viaje:  “Un silencio que se desprende de esa estacion de trenes sin venas y sin sangre. Sin humanidad”.

Luna saca su cámara fotográfica de la mochila y ajusta el aparato para captar el silencio de esa estación, de ese último viaje. Desde que entró por la gran puerta esa mañana, Luna percibió el silencio. “Ese silencio me persigue desde hace meses”, había reflexionado y anotado en su cuaderno.

De un vistazo, Luna calcula la luz necesaria para una buena exposición. Sus ajustes fueron f11con una velocidad del obturador de 1/2 segundos, y el ISO a 3200, desde una perspectiva al ras del suelo, para poder captar la grandesa del edificio. Ella toma varias fotos con diferentes ajustes paralelos para asegurarse que al menos una de ellas pueda ser corregida tiempo después en la computadora.

Luna dicide tomar una última foto: los pasillos y la gran sala, en primer plano, un tren azul, en segundo plano y al final, ella subiendo al tren estacionado. Prepara su cámara para esa última foto en ese ultimo lugar. f:8, 1/60, ISO 1200. El último ajuste fue el del retardador de disparo, que lo sincronizó a 10 segundos.

Luna acciona el disparador, toma su mochila y avanza hasta el andén. 7 segundos transcurren. Ella sube los tres primeros escalones del trén, en dos segundos. Voltea su mirada hacia la camara fotografica y de su rostro, una sonrisa queda grabada en la memoria virtual de la cámara fotográfica.

Cuando la cámara fotografica dispara un rayo luminoso, en mismo momento Joaquín entra en la gran sala de los andenes de la vieja estación. Un reflejo de luz le cegó la mirada. Los segundos que toma para salir de su deslumbramiento, fueron los mismos segundos que el trén utiliza para salir de la estación.

Joaquín ve un tren alejarse de la estación y, al mismo tiempo, advierte una cámara instala sobre un trípode frente a él. Joaquín titubea un instante: una mirada familiar en la ultima ventana del  tren le ciega los ojos, el corazón y todo su ser. Es la contemplación de Luna que eclipsa sus pensamientos.

Otra mirada, la de una cámara fotográfica, lo espera inmóvil. Se acerca al aparato digital, lo toma entre sus manos y recorre cada una de las imágenes virtuales. Cada una de las 89 fotos tomadas con anterioridad confirmaron el mensaje :

"Nunca más estaremos juntos".

Joaquín hubiera querido tener su cámara y al menos poder fotografiar esa ultima sonrisa de adiós, sobre los dos escalones del tren, y así podérsela enviar años después. Sin embargo, Joaquín no cargaba consigo su cámara. Ningun dato que guardar. Otra foto fallada.



Luna nunca falló ninguna foto.   

samedi 5 janvier 2013

Una mirada que penetra el corazón



Hubiera sido la toma numero 33, sobre una pelicula Kodak X-Pan, blanco y negro directemente sobre el negativo. Hubiera sido también su sonrisa impresa sobre un papel maté, porque no existe ni existirá un  papel brillante que sea compatible con el resplandor de su sonrisa.

Eso y sí mi Pentax K-1000 estuviera entre mis manos en vez de mi bicicleta.

Aunque las cámaras digitales, son cosa corriente desde hace más de una década, yo sigo utilizando peliculas X-Pan o Ilford 100, que las tiendas especializadas en fotografía tratan de rematar antes que la fecha de caducidad llegue a termino.

Así, desde que la primavera se instaló en Montréal, yo aprovecho cualquier momento en que la calle está acalorada para sacar mi bicicleta y mi Pentax K-1000, mientras las mujeres aprovechan las mismas temperaturas  para vestirse de faldas y vestidos que vuelan con el viento del norte. 

La escena que nunca tomaré en foto ocurrió un jueves por la mañana. La temperatura en la ciudad era la ideal para rodar unos 95 kilómetros en bicicleta : nubes para cubrir el sol, pero sin amenazar de lluvia. Eran las nueve y diez minutos cuando abrí la puerta del departamento, mi casco puesto, mis lentes oscuros (por suerte que los llevaba pues sino mis ojos serian quemandos por su sonrisa tan brillante) y unos guantes sin utilidad en esos momentos de magia.

Al salir por la puerta principal, mis ojos tocaron sus ojos y sus ojos tocaron mi corazón. Pero lo que más me impresionó fue su sonrisa, que la ofreció sólo para mí en ese precioso y preciso momento. Esa fue la foto que falle :  una sonrisa que me fue dedicada a mí. Con un objetivo de 135mm, mi Pentax K100 construida para la guerra, y unos datos que nunca quisiera recordar.

La composición seria algo fuera de las recomendaciones de mis maestros. Su silueta sería dirigida hacia el ultimo tercio, como saliendo de la foto, de esa manera yo podría manifestar que el instante estaba por perderse. Seguro que sería una foto en color, de preferencia de Kodak, para poder guardar el tono de su piel bronceada por el sol de una playa del mar Pacifico. Y si la foto es color, ella puede bien incluir los geranios que florecen fuera de foco y su vestido de blanco ligero con motivos amarillos y rojos tirando al pourpura.

Allí,la perdí, en esa toma, mientras que yo arreglaba los controles de la K-1000, ella mira al horizonte buscando otra mirada, otro cuerpo, con toda la superioridad que ella misma llevaba con su paso firme y determinado, con su mirada que me penetraba el corazón que me dejaba bien atrás. Así ocurrió otra Foto fallada.

jeudi 15 avril 2010

Número 2 de la Serie “Fotos erradas”

Revancha y último trago. Iso 200, f 8, 1/60

Es medio dia. Sábado. Entro en un bar. Un bar de la calle St-Denis en pleno corazón de Montreal. El lugar está vacío. Sólo tres tres parroquianos. Uno en la barra y dos en una mesa junto a la puerta. Tomo un lugar junto a una ventana con vista a la calle. Desde aquí puedo ver la gente que camina en la calle. El barman-mesero me trae una cerveza. Casi medio litro de cerveza ¡Esos ingleses con sus medidas reales en onzas!

Estoy adelantado de diez minutos. Mi cita es a las doce y cuarto. Desde que vivo en Montreal tengo una puntualidad de ingles. Bebo mi cerveza. Observo a la gente que pasa por la calle. Bebo un trago. Miro a los ojos a una joven pasa en la calle. Tomo un trago de cerveza. Pregunto la hora a otra chava con una miniflada. Viejo truco que nunca funciona. Bebo mi cerveza.

Mi cita es con Enrique. Seguro que este cabrón va a llegar tarde. Es mexicano y sigue con la hora del centro de México. Bebo mi cerveza. Termino la primera cerveza.

Pido otra cerveza: una guerita, para cambiar.

Empiezo a jugar a los cerillos. Es simple. Una cajetilla de cerillos en el centro de la mesa. Minimo dos jugadores. Si un jugador localiza una chava linda, se apunta una cerillo. Un punto. Si un jugador dirige su mirada y saluda a una chava linda, son dos cerillos. Dos puntos. Si un jugador visualiza, saluda y dirige unas palabras a una chava linda, cinco puntos. Si la chava se sienta a la mesa para platicar. Ocho cerillos. Ocho puntos. Y si además la chava tiene buena conversación, Jaqué maté.

Pero estoy solo. Y aún así pierdo. Siempre perdí.

Saco mi libro. Intento leer. Pero el paisaje de la calle me distrae. El sol llega al zenit. La gente se activa en la ciudad. Un grupo de ocho viejos entran al bar. Buscan un lugar dónde sentarse. Meto la cabeza en mi libro. Y mis pensamientos en el paisaje urabano.

Sigo esperando en este bar. Doce cincuenta de la tarde. Un litro de cerveza en mi vientre. Cuarenta y cinco minutos de espera. Voy al baño.

Regreso del baño. El grupo de viejos están sentados en mi mesa.

-Perdón pero esa es mi mesa.
-Creímos que te habías ido, me dicen en francés.
-No.
-¿Te puedes cambiar? Por favor...
-No.
-Mira que ya nos instalamos.
-¿Y?

El barman entra en acción. Me ofrece algo que no puedo rechazar:

-Te ofrezco una cerveza si aceptas cambiar de lugar.

El mesero me la brindó pues soy parroquiano y doy buena propina. Pero sobre todo el muy cabrón pensó en la propia de los ocho viejitos.

Acepté. Acepté de cambiar de lugar pensado en que la Divina Providencia estaría de mi lado.
La cerveza cortesía del barman llega a mi mesa. Bebo un trago. Espero. Bebo y espero.

Los ancianos no platican entre ellos. Se miran y no dicen nada. Pasan diez minutos y aún no saben qué es lo que van a tomar. El mesero va y viene tres veces para responder a sus preguntas.
Bebo otro trago. Me acuerdo de mi libro. Olvido mi cita con Enrique.

Por fin los viejos deciden qué van a tomar. Bebo. Vuelvo a preguntar la hora. Casi una hora y media de espera. No me quiero ir. Si salgo ahora del bar, es como darles por ganada la batalla a los ancianos. No bebo, espero un poco. Dos chavas entran al bar. Bebo otro trago. Cuento mentalmente cuánto dinero me queda en el bolsillo. La última cerveza y me voy. Espero que el mesero-barman cruce mi mirada.

El mesero se aproxima con una charola. Una charola con ocho bebidas. Con la mirada le pido otra cerveza. Me dice sí con los ojos. Con la mirada le digo que se tome su tiempo. El mesero se aproxima lentamente a la mesa de los ancianos. Un viejo, con una playera de marinerito, se levanta. El viejo choca su antrebrazo contra la charalora de bebidas. ¡PLAF!

¡PLAF! Todas la bebidas salpican a los ochos comensales sentados en mi ex-mesa. Las bebidas caen sobre la mesa y los vasos al piso. Las bebidas escupen miles de colores claros y oscuros, dorados, colorados y blanca espuma sobre las ropas de los ancianos. Un arcoiris se forma al borde de la ventana, en el piso, en la mesa y en las caras de los viejitos. ¡Qué espectáculo!

Rapidamente pienso en los ajustes necesarios para una foto: Iso 200, f 8, 1/60 bastan para una buena exposición. Una buena exposición no para una foto de los ancianos. Sino de la sonrisa de placer en mi rosto. Desafortunamente ese día mi cámara Canon se quedó en casa. Último trago. Foto errada.

samedi 27 mars 2010

Número 1 de la Serie "Fotos Erradas"

1093 noches después, f11, 25 s.
à Mathilde,
qui a un Lac dans ses yeux et ses rêves


Cada año, Ella y yo visitábamos la exposición World Press Photo. La primera vez que tuve el valor tomar el teléfono y hablar con Ella, fue para invitarla a comer, visitar la exposición y, al final, tomar una cerveza o una copa de vino. Así, el World Press Photo, se convirtió en nuestro ritual anual.

En aquella primera ocasión Ella me citó frente a su casa. Ella vivía en el primer piso de un edificio de ladrillos amarillos deslavados, en pleno corazón del barrio con mayor tradición cultural y artística de Montreal, Plateau Mont-Royal. Era un buen día de otoño, la temperatura permitía comer o tomar una copa en una terraza, caminar sin sudar o sin tener que refugiarse en un café o una librería cada quince minutos. Así que decidimos dejar mi coche a unas calles de distancia del museo y caminar.

Ella me platicó de sus estudios, de sus profesores y compañeros de la Facultad de sociología. Mientras caminábamos, Ella me explicó la ciudad de Montreal. Una ciudad de librerías, de bares, de restaurantes, de música, de la ATSA (Acción Terrorista Socialemente Aceptable). Entre edificio y edificio, Ella criticaba mis puntos de vista y mis opiniones que siempre han sido ambiguas. Yo le expliqué que mas que opiniones, las mías eran preguntas, interrogaciones que se podían interpretar como posiciones ambiguas.

Llegamos a la exposición que, contradictoriamente se exhibe en el museo Juste pour rire (Solo para reir), ubicado en la calle St-Laurent, que divide la ciudad de Montreal entre Este y Oeste, entre franceses al este e ingleses al oeste, entre probres al este y prósperos al oeste.

World Press Photo es una exposición que recorré el mundo y que premia las mejores fotografias y reportajes de periódicos y revistas del mundo. Y cada ciudad anfitriona completa la expo con fotografías o premios locales.

Ella quedó fascinada frente a una serie de fotografías aéreas del vasto territorio de Québec.

-Ves ese lago, me confió. -Mi papá nos llevaba de vacaciones cada año.

A mi me conmovieron las fotos tomadas en Nairobi y en Europa del Este. A Ella, las fotos de la Palestina y aquellas de Francesco Zizola sobre la violencia en Colombia. Y juntos reímos de los personajes de las fotos deportivas.

Durante unos minutos me olvidé de las fotos para admirarla a Ella: su paso seguro, su cuello alto, su espalda amplia, su cabello rojizo que anudaba atrás de la nuca. Pero sobre todo admiré su mirada profunda y los ojos brillantes de Ella llenos de un lago verdemar. Sus comentarios estaban llenos de justicia social y de protección al medio ambiente.

Al salir de la exposición, Ella aprovechó para ir a una entrevista de trabajo y depositar otra solicitud de empleo. Mientras tanto, yo la esperaba en un café, leyendo y observando los pasantes. ¡Cómo me acordé de Coyoacán!

Cuando Ella se sentó frente a mí, el sol empezaba a acostarse y la luz del atardecer llenó la ciudad de una luz anaranjada. Yo la veo anaranjada, otras personas la ven color turquesa. A esa hora del día, los faroles de la calle son un accesorio inútil a la ciudad; como une arete de plata en el retrato de una rubia.

Ella empezó a tener frío; audazmente le propuse ir a comer a mi casa.

-Si quieres, te puedo preparar un buen pescado al horno, con zanahorias, una ensalada verde y un arroz blanco.
-Y un vino rosado, propuso Ella para completar los colores.
-Y otro tinto, para despues de comer, repliqué.

Yo pagué la cuenta de tres cafés, un cuerno y dos cervezas de barril bien espumosas, con sabor a manzana y jengibre. Ella dejó la propina. “Buen acuerdo”, pensé y se lo hice saber.

Esa primera cita ocurrio a mediados del mes de septiembre, a una semana del fin de la exposicion WPP, el 17, estoy bien seguro.


II
La última vez que vi a Ella ocurrió 1093 días después de esa primera cita.

Por ese entonces, nuestras vidas andaban ya perdiéndose en las lineas de teléfono y en los mensajes texto. Hacía tiempo que yo andaba más confundido qué nunca y Ella –quizás- se defendía afirmando su distancia. Y apesar de todo, decidimos vernos.

quand ce vin rosé? me propuso.
-Dime cuando y yo estoy más que dispuesto, mentí pues nos dimos cita una semana y media después.

Nos vimos al final de su jornada de trabajo. Fui a buscarla. Me estacioné frente a la Alcadía, en la vieja parte de la Ciudad de Montreal, entre unos taxis y una carreta tirada por caballos en espera de turistas. Esperé cinco minutos que fueron la espera de toda una vida. Esperé con mi cámara fotográfica al cuello, acechando un momento, el instante eterno para tomar una foto. Sin embargo, un autobús lleno de turistas japoneses me impidió una buena composición.

Cuando Ella salió de trabajar nuestros pasos nos dirigieron, por ultima vez, a la exposicion World Press Photo. Era un domingo y el museo estaba casi vacío. La exposición se podía admirar con toda tranquilidad. Me invitó un vaso de Merlot. Ella estaba cansada y se había lastimado un pied en su trabajo. Caminaba dificilmente. A mí, una serie de fotografias con el temas de los derechos humanos no llegaban a entristecerme más que su pie. Pero en el fondo, toda la exposición, el sufrimiento de los otros y el destino de la humanidad no nos hacia tanto mal como nuestra propia distancia que se había instalado en nuestra relación. Por suerte, a la salida había esa serie de fotografías del periódico Le Devoir que tanto la hizo reir. Dí gracias al curador de la exposición por echarme una mano.

Al salir de la exposición la luna llena cubría el cielo al sureste de la ciudad.

En el coche, durante 17 minutos tratamos de decidir un lugar dónde platicar, dónde comer un poco y, sobre todo, dónde tomar una botella de buen vino, “pues los buenos vinos los reservé para ti, ya que fuiste tú quien me enseñó a reconocerlos”, le había dicho ya una vez.

Le propuse de ir a comer a Le Valois: una ensalada de salmón y un hígado de ternera.
-No, no estoy vestida para ir allí, acabo de salir de trabajar y...
-Entonces a un lugar menos chic, ¿comida peruviana?, sugerí
-No, es muy grasosa y ademas los domingos cierran temprano, contestó
- Vamos a mi casa, compramos dos libras de almejas, una botella de vino blanco, una baguette. Nos tomará menos de veintidos minutos preparar todo.
-..., dudó
-... ..., entonces yo dudé dos veces

Al final aceptó con la condición que yo preparara la cena y que le pusiera un poco de hielo en el tobillo lastimado. La tradición marcaba que Ella preparaba la cena y yo el desayuno. Acepté de cambiar la tradición y quizas fue un presagio, un mal aguero.

Cenamos y tomamos tres botellas de vino que tenía reservadas para esos momentos. Peter Murphy hacía bailar la flama de las velas que había prendido. Mis almejas fueron dignas de una reina: deliciosas, ácidas y con un toque dulce, bien cocidas, con un jugo rojo y picoso.

Cuando terminamos, Ella se fué a reposar sobre el diván. Cambió de música y no recuerdo lo que escuchamos. Me pidió que sacara un libro de su bolsa. Se lo dí en las manos y me senté a su lado, con una bolsa de hielo que colocaba sobre su tobillo y retiraba cada tres minutos. Ella me leyó una página de Saga, de Tonino Benacquista, un libro, que por pura y mera casualidad los dos leíamos al mismo tiempo y sin consultarnos previamente.

Una hora más tarde, y después de leer cada quien sus pasajes favoritos de diferentes libros, le dí un masaje en el pie para ayudar a que se le pasara el dolor y que no tuviera una inflamación al día siguiente.

Del pie, me seguí hacia su pantorrilla y luego al otro pie y a su otra pantorrilla también. En ese momento Ella me pidió un masaje en el cuello y yo di por entendido que había que seguir con los hombros, los brazos y la espalda.

III

A las tres de la mañana abrí los ojos. Ella estaba aún dormida, descansando, soñando sin hacer ruido. Y con una sonrisa en la cara que no pude ver, pero que tanto deseaba su existencia. Lentamente, quité mi brazo derecho que cubría su cuerpo hasta su hombro izquierdo y salí de la cama. Me puse el pantalón de la pijama y sali del cuarto, para dirigirme al comedor.

Me senté sobre la mesa. Desde esa nueva perspectiva visual, observé la sala. Un vestido con fuguras geométricas multicolores estaba en el borde del sillón. Mi pantalón de mezclilla negro pendía sobre le respaldo de una silla. Siete libros en frances y en español estaban abiertos, esperando ser leídos una vez más. Una blusa azul y un par de medias negras se escondían en un hueco de la repisa abierto por los libros ausentes. Junto a una bocina respiraba una botella de vino vacía. Las copas, con una lágrima roja en su fondo, estaban separadas por mi camisa rayada.

Bajé de la mesa y me dirigí a mi escritorio, saqué mi camara fotográfica y un tripié, pues sabía que con la escasa luz un apoyo sería necesario para no tener una foto movida. Arreglé el mecanismo de mi Canon a una obertura del diafragma a f 11 y una velocidad del obturador a 25 segundos. Ajusté el balance de blancos. Busqué la mejor composición para tomar una serie de fotos de ese encuentro.

Sin embargo, un torrente de lágrimas me impidió observar por el mirador y un temblor en la mano me impidió apretar el gatillo de la cámara. Pues la misma imagen la había visto hace 1093 noches atrás.

La imgen quedó allí, en mi sala, en mi memoria y en mi corazón. Nunca pude tomar la foto de esa ausencia. Foto errada.